"El problema es el país" | Norte Chaco

2022-10-22 21:03:51 By : Ms. Marie Lu

La primera vez que vine a Lurigancho fue hace cinco años. Los presos del pabellón número dos me invitaron a la inauguración de una biblioteca, a la que alguno tuvo la idea de poner mi nombre, y acepté, movido por la curiosidad de comprobar si era cierto lo que había oído sobre la cárcel de Lima.

De esa primera visita recuerdo el hacinamiento, esos seis mil reclusos asfixiados en unos locales construidos para mil quinientos, la suciedad indescriptible y la atmósfera de violencia empozada, a punto para estallar con cualquier pretexto en refriegas y crímenes. En esa masa desindividualizada, que tenía más de horda o jauría que de colectividad humana, se encontraba entonces Mayta, ahora lo sé con seguridad. Pudiera ser que lo hubiera mirado y hasta cambiado una venia con él. ¿Estaría entonces en el pabellón número dos? ¿Asistiría a la inauguración de la biblioteca?

El auto avanza despacio y me doy cuenta que desacelero a cada momento, de manera inconsciente, tratando de retardar lo más posible esta segunda visita a Lurigancho. ¿Me asusta la idea de enfrentarme por fin con el personaje sobre el que he estado investigando, interrogando a la gente, fantaseando y escribiendo hace un año? ¿O mi repugnancia a ese lugar es más fuerte aún que mi curiosidad por conocer a Mayta? Al terminar aquella primera visita pensé: «No es verdad que los reclusos vivan como animales: éstos tienen más espacio para moverse; las perreras, pollerías, establos, son más higiénicos que Lurigancho».

Entre los pabellones corre el llamado, sarcásticamente, Jirón de la Unión, un pasadizo estrecho y atestado, casi a oscuras de día y en tinieblas de noche, donde se producen los choques más sangrientos entre las bandas y los matones del penal y donde los canches subastan a sus pupilos. Tengo muy presente lo que fue cruzar el pasadizo de pesadilla, entre esa fauna calamitosa y como sonámbula, de negros semidesnudos y cholos con tatuajes, mulatos de pelos intrincados, verdaderas selvas que les llovían hasta la cintura, y blancos alelados y barbudos, extranjeros de ojos azules y cicatrices, chinos escuálidos e indios en ovillos contra las paredes y locos que hablaban solos. 

Para llegar al pabellón número dos tuve que circundar los pabellones impares y franquear dos alambradas. El director del penal, despidiéndome en la primera, me dijo que de allí en adelante seguía por mi cuenta y riesgo, pues los guardias republicanos no entran a ese sector ni nadie que tenga un arma de fuego. 

Apenas crucé la reja, una multitud se me vino encima, gesticulando, hablando todos a la vez. La delegación que me había invitado me rodeó y así avanzamos, yo en medio del círculo, y, afuera, una muchedumbre de reos que, confundiéndome con alguna autoridad, exponían su caso, desvariaban, protestaban por abusos, vociferaban y exigían diligencias. Algunos se expresaban con coherencia pero la mayoría lo hacía de manera caótica. Noté a todos desasosegados, violentos, aturdidos. Mientras caminábamos, tenía, a la izquierda, la explicación de la sólida hediondez y las nubes de moscas: un basural de un metro de altura en el que debían haberse acumulado los desperdicios de la cárcel a lo largo de meses y años. Un reo desnudo dormía a pierna suelta entre las inmundicias. Era uno de los locos a los que se acostumbra distribuir en los pabellones de menos peligrosidad, es decir en los impares.

Recuerdo haberme dicho, luego de aquella primera visita, que lo extraordinario no era que hubiera locos en Lurigancho, sino que hubiera tan pocos, que los seis mil reclusos no se hubieran vuelto, todos, dementes, en esa ignominia abyecta. 

¿En qué pabellón de Lurigancho habrá pasado estos últimos diez años? ¿El cuatro, el seis, el ocho? Todos ellos deben ser, más o menos, como el que conocí: recintos de techo bajo, de luz mortecina (cuando la electricidad no está cortada), fríos y húmedos, con unos ventanales de rejas herrumbradas y un socavón parecido a una cloaca, sin rastro de servicios higiénicos, donde la posesión de un espacio para tenderse a dormir, entre excrementos, bichos y desperdicios, es una guerra cotidiana. 

Durante la ceremonia de inauguración de la biblioteca —un cajón pintado, con un puñadito de libros de segunda mano— vi varios borrachos, tambaleándose. Cuando sirvieron, en unas latitas, una bebida para brindar, supe que se emborrachaban con chicha de mandioca fermentada, fuertísima, fabricada en los propios pabellones. ¿Se emborracharía también con esa chicha, en momentos de depresión o de euforia, mi supuesto condiscípulo?

El despacho del Director está en el segundo piso de una construcción de cemento, fría y descascarada. Un cuartito donde hay, apenas, una mesa de metal y un par de sillas. Paredes totalmente desnudas; en el escritorio no se ve siquiera un lápiz o un papel. El Director no es el de hace cinco años, sino un hombre más joven. Está informado sobre el motivo de mi visita y ordena que traigan aquí al reo con el que quiero conversar. Me prestará su oficina para la entrevista, pues éste es el único sitio donde estaré tranquilo. «Ya habrá visto que aquí en Lurigancho no hay dónde moverse con la cantidad de gente». 

Mientras esperamos, añade que las cosas nunca marchan bien, por más esfuerzos que se hagan. Ahora, los reclusos, alborotados, amenazan con una huelga de hambre porque, según ellos, se les quiere limitar las visitas. No hay nada de eso, me asegura. Simplemente, para controlar mejor a esas visitas que son las que introducen la droga, el alcohol y las armas, se ha dispuesto un día para las visitas mujeres y otro para los hombres. Así habrá menos gente cada vez y se podrá registrar con más cuidado a cada visitante. Si por lo menos se pudiera frenar el contrabando de cocaína, se ahorrarían muchas muertes. Porque es sobre todo por la pasta, por los porros, que se agarran a chavetazos. Más que por el alcohol, la plata o los maricas: por la droga. Pero, hasta ahora, ha sido imposible impedir que la metan. ¿Los guardianes y celadores no hacen también negocios con las drogas? Me mira, como diciéndome: «Para qué pregunta lo que sabe».

—También eso es imposible de evitar. Por más controles que uno invente, siempre los burlan. Metiendo unos miligramos de pasta, una sola vez, cualquier guardia dobla su sueldo. ¿Sabe usted cuánto ganan ellos? Entonces, no hay que extrañarse. Se habla mucho del problema de Lurigancho. No hay tal. El problema es el país.

Fragmento de "Historia de Mayta", de Mario Vargas Llosa.Â